Eran casi las seis de la tarde cuando Abdulrahman Al-Assar llegó al punto de distribución de ayuda en Al-Tina, en el sur de Gaza ocupada. Como miles de palestinos en la zona, su llegada estaba marcada por la desesperación.
Los mercados estaban vacíos. No quedaba nada que comprar, incluso si uno tuviera dinero.
"No hay absolutamente nada", dice. "Así que me vi obligado a vivir de la ayuda estadounidense por las difíciles circunstancias en las que estamos".
No estaba solo. El patio estaba abarrotado de gente. Hambre, agotamiento y ansiedad flotaban en el aire espeso. Padres con ojos hundidos cargaban niños famélicos. El polvo se levantaba bajo los pies de una multitud que no esperaba caridad, sino la mera posibilidad de seguir viva.
Y entonces, llegaron los disparos.
"Nos disparaban cada vez que nos acercábamos, cada vez que avanzábamos, disparaban", recuerda Abdulrahman. "Disparos al azar. Salvajes y al azar. Corríamos bajo las balas. Balas sobre nosotros, a nuestro lado, frente a nuestros ojos. Una persona cayó al suelo justo delante de nosotros".
Lo que debía ser una línea para recibir alimentos se convirtió, una vez más, en un campo de muerte. Aquella tarde, el 16 de julio, al menos veinte palestinos fueron asesinados mientras intentaban conseguir comida en el enclave asediado. Otros fueron aplastados por la muchedumbre. Decenas resultaron heridos. Algunos, simplemente, desaparecieron.
En el corazón del caos estaba la Fundación Humanitaria para Gaza, una iniciativa lanzada a finales de mayo con el respaldo de Estados Unidos e Israel, presentada como una alternativa para entregar ayuda humanitaria rápidamente, sin pasar por las agencias internacionales tradicionales.
Pero para los palestinos, lo que prometía ser alivio se ha transformado en una trampa. Desde su creación, más de 1.100 personas han muerto o han resultado heridas cerca de estos llamados centros de ayuda.
Abdulrahman, de 28 años, originario de Rafah, es padre y único sostén de una familia de once personas. En casa, no queda nada.
"No tenemos papas. Que Dios provea", dice con voz temblorosa. "Sólo queremos sobrevivir. Tengan piedad. Somos su gente".
Llamarlos para matarlos
Abdulrahman recuerda el momento en que las puertas del punto de distribución se cerraron repentinamente cuando la multitud se aproximó.
"Nos detuvieron y nos hicieron retroceder. Éramos muchos… mucha gente", relata.
Y cuando por fin se abrieron, comenzó el pánico. Un tumulto incontrolable. Gritos. Caídas. Cuerpos pisoteados por otros cuerpos. Gente atrapada contra las vallas, incapaz de levantarse.
Abdulrahman fue uno de ellos. Quedó enterrado bajo una montaña de personas.
"La mitad de mi cuerpo estaba perdida. No la sentía".
Los gritos se mezclaban con súplicas. Algunos, desesperados, intentaban hablar en inglés, rogando a los soldados estadounidenses presentes que intervinieran. Pero nadie acudió.
"Se negaron a venir. Solo nos filmaban, se burlaban, se reían, apartaban la mirada", dice.
Pasaron minutos. La gente se asfixiaba. Entonces, otra ráfaga de disparos. Esta vez, al suelo.
"'¡Levántense!', decían. Disparaban para obligarnos a levantarnos".
Abdulrahman se desmayó. Luego, sintió una brisa fría en la pierna y despertó. A su alrededor, cuerpos inmóviles. Caras ensangrentadas. Silencio.
Un niño de no más de 15 años fue llevado por los estadounidenses. No sobrevivió. Los demás heridos quedaron allí. No serían evacuados hasta que se reanudara la distribución de ayuda y los puestos de control fueran "asegurados".
"Vi cómo entraban carretas a recoger cuerpos. Dos mártires por carreta. Algunos iban en carretas de madera. Otros en carretillas".
Una ayuda que mata
Desde su puesta en marcha, la Fundación Humanitaria para Gaza ha operado al margen de la ONU y las organizaciones de ayuda establecidas. La iniciativa ha sido duramente criticada desde el inicio.
"Este plan de distribución no concuerda con nuestros principios básicos, incluidos los de imparcialidad, neutralidad e independencia, y no participaremos en él", declaró el portavoz adjunto de la ONU, Farhan Haq, a finales de mayo.
El jefe humanitario de Naciones Unidas, Tom Fletcher, fue aún más tajante: "Es una cortina de humo para más violencia y desplazamiento. Un espectáculo cínico. Una distracción deliberada".
En lugar de mitigar el sufrimiento, la fundación ha sido señalada como responsable de más derramamiento de sangre. Buscar comida se ha vuelto una actividad de alto riesgo. Las distribuciones no alimentan, matan. Como repite Abdulrahman: "Esto no es ayuda. Es una trampa mortal".
El derecho internacional exige proteger a la población civil y garantizar el acceso a la ayuda. Pero en Gaza, el hambre ha sido convertido en un arma. La distribución de alimentos, en una emboscada. Y la comida, en un anzuelo para el exterminio.
"¿Por qué vinieron? A comer. No hay dinero. Quien diga que tiene dinero miente", dice Abdulrahman. "Nos disparan por intentar conseguir ayuda".
Incluso si los mercados tuvieran comida, muchos no podrían pagarla.
"Las papas se venden a 100 o 150 shekels. ¿Cómo puedo pagar eso? No tengo trabajo. No tengo sueldo de desempleo. Nadie me da nada", explica a TRT World. "Si algo fuera barato, lo compraría en lugar de esperar ayuda."
Está convencido de que el llamado centro humanitario nunca fue creado para ayudar. "¿Por qué humillarnos y empujarnos a morir así? Solo traigan ayuda sin disparar. Sin violencia".
Ese día trató de ayudar a otros. Vio a un vecino enterrado en la arena. Vio a un niño sin nada que comer. Y no tenía nada que ofrecerle.
"Lo que vi fue inhumano. Tengan piedad de nosotros, aunque sea un poco", suplica. "Solo queremos sobrevivir. Tengan compasión. Piensen en sus hijos. Sus mujeres. Sus hombres. La mayoría aquí son huérfanos. No tienen a nadie."
La comunidad internacional sigue discutiendo corredores humanitarios, ceses al fuego, acceso.
Mientras tanto, en Gaza, los palestinos no están recibiendo comida. Están recibiendo balas.
Y el mundo, una vez más, mira desde lejos.