Gaza – Cuando el ministro de Seguridad Nacional de Israel, Itamar Ben-Gvir, fue increpado la semana pasada y llamado “criminal de guerra” durante una visita a Nueva York, algunos medios internacionales calificaron el momento como extraordinario.
Pero para los palestinos, especialmente quienes vivimos en Gaza, no fue ninguna sorpresa. De hecho, cabe preguntarse por qué algo así tardó tanto en ocurrir.
El historial racista de Ben-Gvir es largo y sus provocaciones numerosas. Pero lo que más me ha indignado personalmente, como palestino y periodista en Gaza, es su guerra contra los prisioneros: su obsesión por convertir el encarcelamiento en un escenario de crueldad. Lo que muchos vieron en aquella calle de Manhattan, nosotros lo hemos vivido en carne propia. Y mucho peor.
Dentro de la arquitectura del régimen de ocupación, las cárceles israelíes han sido durante mucho tiempo cámaras ocultas de crueldad. Pero recientemente han sido expuestas con brutal claridad por el propio Ben-Gvir.
Antes extremista marginal, hoy lidera un sistema en el que la deshumanización no es consecuencia de la política, sino su esencia. En junio de 2024 declaró: “Deberíamos dispararles a los prisioneros en la cabeza en lugar de darles más comida”. No fue un desliz. Fue una declaración directa sobre el régimen de tormento estatal que se ha intensificado bajo su mando.
En febrero, Ben-Gvir difundió con orgullo un video de detenidos palestinos arrodillados a los que les apuntaban con rifles, mientras los obligaban a pintar muros que antes mostraban lemas como “Jerusalén es árabe” y “No olvidamos, no perdonamos”.
En abril celebró públicamente un informe sobre la creación de nuevos centros subterráneos de detención: celdas oscuras, sin aire, sin sonido, diseñadas para albergar a miles de detenidos tras el 7 de octubre de 2023. No son metáforas. Son reales.
Dentro del aparato de deshumanización
Las vidas de casi 10.000 prisioneros palestinos identificados, y miles más desaparecidos de Gaza, pasan entre esas celdas sombrías.
Cuerpos encadenados. Gritos que se pierden entre muros de concreto. Una humanidad sistemáticamente borrada, según denunció un comunicado conjunto de la Asociación de Prisioneros Palestinos y la Comisión de Asuntos de los Detenidos.
Desde el inicio de la campaña genocida israelí en Gaza, más de 16.400 palestinos han sido arrestados, entre ellos 510 mujeres y 1.300 menores. Las cifras exactas en Gaza siguen siendo inciertas debido a las desapariciones forzadas, pero el sufrimiento es visible.
Estas condiciones no son secuelas de la ofensiva. Son sistemas perfeccionados durante décadas y ahora intensificados. En conversaciones recientes con prisioneros liberados, un patrón se repite: aislamiento, abuso físico, destrucción psicológica y negación absoluta de derechos humanos y legales.
Un exprisionero, capturado en el barrio de Shuyaiyya en febrero de 2024, relató haber estado encadenado de pies y manos durante dos días en completa oscuridad. ¿Su crimen? Ser familiar de un supuesto miembro de la resistencia.
“Por un momento pensé que había muerto”, dijo. Lo golpearon en la cabeza hasta que vio destellos blancos. Más tarde, fue atado con cuerdas metálicas que se incrustaron en sus muñecas. La comida era un trozo de pan duro arrojado al suelo. “Fue como una película de terror donde la realidad se desintegra”, relató.
Una mujer, arrestada en enero en un campamento de desplazados, contó que los soldados le arrojaron agua helada antes de subirla a un camión. Vendada, temblando, rodeada de extraños, estuvo de pie todo un día sin descanso. Las amenazas de violencia sexual no llegaron en el interrogatorio, sino durante el traslado, como ruido de fondo constante.
“El trauma no terminó cuando salí”, dijo. “Todavía no termina”.
En Rafah, un hombre detenido durante meses sin cargos relató que los interrogadores le mostraron una foto de su esposa e hijos envueltos en sudarios blancos, afirmando que habían muerto en un ataque aéreo. Colapsó del dolor. Luego supo que era mentira: una táctica para quebrarlo. “No querían información”, dijo. “Querían ver cuánto podía perder sin morir”.
Estas historias no son excepcionales. Son parte de un sistema. Se niega el sueño, se elimina el acceso a abogados, no hay atención médica, y hasta moverse requiere obediencia total. Muchos detenidos no saben por qué están ahí. A menudo, no se les dice nada.
Borrar la humanidad palestina
Ben-Gvir no esconde esto. Lo ha institucionalizado. Su gestión no busca mejorar la seguridad, sino borrar la idea misma de humanidad palestina. Su sistema penitenciario no está colapsando: está funcionando tal como fue diseñado. Para degradar, borrar, destruir.
Y, sin embargo, contra todo pronóstico los prisioneros palestinos resisten. A veces contando pasos de los guardias. Otras, memorizando versos del Corán, tallando nombres en los muros, negándose a olvidar. En esos gestos, hay resistencia. Y hay testimonio.
Ese testimonio, que ahora empieza a llegar al exterior, exige más que simpatía. Exige reconocimiento político. Exige rendición de cuentas. No se trata de excesos ni errores. Es la consecuencia lógica de un Estado —y de aliados internacionales que lo permiten en silencio— que anuncia abiertamente la eliminación del derecho de todo un pueblo a existir con dignidad.
Ben-Gvir cree en el poder de la crueldad. Cree que el miedo, la humillación y el hambre someterán a los palestinos. Pero los testimonios que emergen de sus prisiones revelan otra verdad: incluso enterrado bajo concreto y silencio, un pueblo puede recordar. Y resistir.
Así que cuando en Nueva York lo llamaron “criminal de guerra”, no estaban insultándolo. Estaban diciendo la verdad. La tragedia es que haya tomado tanto tiempo para que alguien fuera de aquí lo dijera en voz alta.
Ya no hay espacio para una negación creíble.
La pregunta no es si el mundo sabe lo que ocurre.
Lo sabe.
La pregunta ahora es: ¿actuará por fin?